En días pasados platicaba con dos personas sobre, lo que antes del Coronavirus, era uno de los mayores flagelos de México (y al parecer seguirá siéndolo después de la pandemia): la corrupción.

Una persona charlaba sobre las notas en medios de comunicación respecto a la venta de ventiladores –presuntamente a sobreprecio- y la entrega de contratos sin licitación de por medio, que involucraría al hijo de Manuel Bartlett (actual director de la CFE). La otra sobre la presunta práctica de algunos legisladores que le “rasuran” parte de su salario a algunos de sus empleados.

¿A poco no es una porquería?- señalaba una de estas personas.

Mi respuesta los tomó con sorpresa. Les dije que eso, es una obviedad, claro que es una porquería, pero el problema no radica en las categorizaciones morales para resolver una cuestión que debería ser eminentemente técnica.

Para empezar, existe una actitud hipócrita de la sociedad hacia los fenómenos de corrupción: creemos que basta con desgarrarnos las vestiduras y escandalizarnos, pero no hacemos nada modificar el tema cultural.

Se escucha fuerte decirlo. Pero el corrupto no llega de Saturno. Sale de la sociedad, de nuestras escuelas, fue nuestro compañero en la secundaria, o vende kilos de 800 gramos en la tienda de la esquina o te pinta tu casa con pintura de menor calidad de la que te prometió o arregla tu carro y dice que le puso bujías nuevas y en realidad nomás las limpió.

La sociedad también es corrupta. Pero hay personas que quieren presumir una superioridad moral que en muchas ocasiones no tienen. Por eso señalan con el dedo a los “políticos” y dicen que ellos son peores, para expiar sus propias culpas y permitirse sus propias tranzas. Esa es una hipocresía.

Si todo eso ocurre es porque la sociedad lo permite. Tenemos una formación cultural que alienta una máxima lamentable: “el que no es tranza, no avanza”. Y además, la sociedad no se informa, no ve noticias, no lee periódicos y alegan que no les gusta la política, o prefiere creer en Fake News que se envían por whatsapp.

Una de estas personas, me refutó así: “Pero no todos los funcionarios son iguales. El problema es que llegan los que son tranzas”.

Ese precisamente, es el meollo del asunto, le dije. Es otra obviedad decir que unos son distintos que otros. Si seguimos pensando de esa manera, jamás resolveremos el problema de la corrupción. Esto no se termina votando por santos –ya lo hemos visto muchas veces- ni buscando debajo de las piedras a los más puros e inmaculados para ofrecerles los puestos. Esa fórmula ya ha fracasado porque es como poner una manzana sana en una canasta de frutos engusanados.

La corrupción se terminará estableciendo controles, inteligencia gubernamental, herramientas en línea, mejoras regulatorias, políticas claras que inhiban o reduzcan la probabilidad de que haya oportunidades para corromperse y corromper. Y por supuesto, poniendo escarmientos a quienes se atrevan a tocar el erario público.

No es cuestión que todos sean o no iguales, como dice el presidente. Lo dije hace rato no es cuestión de que lleguen los más santos y castos a los gobiernos. La solución es que las condiciones institucionales sean lo suficientemente sólidas para que, llegue quien llegue, no pueda cometer actos de corrupción.

La corrupción es un problema de institucionalidad. No es un problema de la pureza de perfiles, ni de su malevolencia.

En países como Suecia o Noruega hay bajísimos índices de corrupción porque independientemente de las personas que lleguen, el sistema es robusto porque tiene todos los candados para evitar que ocurra. Existe institucionalidad. Y si llega un corrupto, no podrá hacer de las suyas porque el sistema no lo permite. Y si aún así lo intenta, irá a la cárcel (que ese es otro tema que podemos tratar, la impunidad, esposa maldita de la corrupción).

Es decir, la corrupción es un problema sistémico, no de pureza y castidad política, ni mucho menos de inmoralidad o depravación.